Un gran poeta es la más prosaica de todas las criaturas,
pero los poetas menores son absolutamente fascinantes.
Oscar Wilde
(Franco Sampietro)
Al revisar el muestrario literario de esta región es casi imposible no toparse con el agradable bardo sanlorenceño Alberto Rodo Pantoja, que tuvo el albur de nacer el mismo día que su paisano Oscar Alfaro, hecho que sin duda opacó su importancia, dado el torrente que produjo y dado el prestigio que acumuló este último en vida y post mortem. Y sin embargo, aunque resulta casi imposible medir la calidad literaria como se mide otra potencia cualquiera, uno se tienta de afirmar que -como poeta- Rodo Pantoja es muy superior a Alfaro. Tal vez no fue leído con la atención que merece, amén de que la literatura, pródiga en estafas, no supo de este guerrero (que incluso peleó en la guerra del Chaco), cuya misma humildad conspiró contra su obra.
Alberto Rodo Pantoja (1897-1980) pertenece de pies a cabeza al modernismo, cuyo epígono de la época y de su propio estilo fue Leopoldo Lugones. Ello se ve en los temas, que son tres básicamente: naturaleza idílica, amor arrebatado, escenas patrióticas histriónicas. Y también en el estilo, dos en esencia: combinación de formas clásicas (como el soneto o la rima forzada) con los modos cotidianos del habla campesina de su entorno. Como todo modernista, por cierto, peca del uso de vocablos por demás clásicos y hoy ya inhallables (alígero, nemorosa, férvido, múnice, dogaresa, por ejemplo) y de una rigidez excesiva en el verso. Como contraparte, ejerce arrebatos de erotismo romántico logrado (“la poesía es una erotización del lenguaje, así como el erotismo es una poetización del sexo”, según el dictamen de Octavio Paz: El arco y la lira); nos brinda una pintura de la campesina tarijeña como una femme fatale que más de uno comparte y que en todo caso con su fervor contagia; nos emociona con la aparición de relámpagos de una calidad sorprendente (como ser: “La vi en Pascua Florida. Amanecía./Me hirió la luz de sus pupilas zarcas/del alba tibia a los primeros brillos”).
Pantoja es, antes que nada, un poeta lírico. También, un poeta humilde, sin demasiadas pretensiones (lo que le da más valor todavía) y un poeta generoso: que reconoce la calidad de otros autores y paladea con igual intensidad sus escritos (empezando por el coetáneo y contemporáneo Octavio Campero; continuando por Edgar Allan Poe: “el gringo del Norte que habló con el cuervo”), que los ensalza, que los disfruta del modo desinteresado en que se disfruta el ars poetica. Todo ello, en un ambiente donde los escritores suelen sentirse inseguros (“ser escritor en Tarija es suicidarse”, dijo más de una vez Edgar Ávila) lo convierte en una suerte de cenicienta feliz y con más de poeta que otros que oficialmente se dicen tales.
Tampoco es un dato menor el hecho de que peleó en la Guerra del Chaco, factor que nos explica –y acaso justifica- el sentimentalismo truculento al describir algunos mitos patrióticos (por cierto, sin caer, como otros, en un chauvinismo fascista).
Leyéndolo, Pantoja pareciera decirnos que ha venido al mundo a vivir intensamente, a juzgar por esa condición de poeta de espacios abiertos y esa entonación aérea de canto con que afina su vista de analista nictálope. Es en esta línea, también, que tiene un dejo del simbolista francés Jules Laforgue por el tono de las coplas. En cualquier caso, uno siente esa energía contagiosa, que incita a conocerlo más a fondo, igual que un viento fresco en una tarde árida.
En cuanto a su producción, se ha logrado rescatar solamente una parte –otro dato poético- , diseminada en periódicos y revistas de la época. De su breve información biográfica deducimos que publicó en vida no más de un poemario y una recopilación en verso y prosa. La presente revisión se basa en la antología que le sacó la universidad Saracho en el año 79´ (cuando la universidad, por supuesto, era otra y difundía y producía conocimiento, no política corrupta). Rodo Pantoja es otro más de los autores que amerita una nueva publicación masiva urgente.